NEUROCIENCIA AL SERVICIO DE LA EDUCACIÓN

Este pasado fin de semana cuando asistía a un congreso, llegué tarde a una ponencia de la que desconozco el título y la argumentación y sólo escuché esta conclusión final que reproduzco de modo nada literal.

 “El marxismo sigue vivo. A pesar de que con los hechos se ha demostrado que económica y socialmente no funciona, la dialéctica de la lucha de clases sigue vigente en los discursos demagógicos de muchos políticos nacionales e internacionales. Nuestro análisis sobre cómo argumentar en debates políticos frente estos discursos, ha dado como resultado que no existe una técnica de debate eficiente para desmontar esos mensajes que usan de trasfondo la lucha de clases. Nuestra propuesta es que sólo se puede combatir con los hechos, no con las palabras…”.

No, no te has equivocado de blog, que sí, que este es de educación y no hablamos de política (si no es de política educativa).

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Os lo cuento, queridos lectores, porque esa conclusión -de una ponencia que no escuché- se quedó agazapada en mi subconsciente y cuando me senté a trabajar saltó encima de todos mis papeles y se puso a bailar la danza de “Hazme casito que aquí hay miga

Si, en esa conclusión aparecían al menos dos cosas que no me “casaban”. La segunda era el tema de la ponencia con el tema del congreso. La primera era que ese argumento no era válido para la sociedad actual de la post-verdad.

Post-verdad, es la palabra clave que el diccionario Oxford escogió en el año 2016 como uno de los términos más utilizados y que mejor definían las preocupaciones e intereses generales de ese año. Este diccionario define a la post-verdad como:

Circunstancias en las que hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que lo que lo hacen los llamamientos a emociones y creencias personales.

Si esto es cierto, entonces está claro que los hechos, por muy objetivos que sean, no van a ayudar a nadie a hacerse otra opinión. Lo que serviría para contra-argumentar discursos demagógicos de lucha de clases o de lo que fuere, sería usar argumentos que incidan en emociones y creencias personales.

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Comprobamos en la vida ordinaria de hoy en día que esto es así: compramos cosméticos por las promesas que conectan con la emoción de sentirnos mejores, embellecidos, ¡estrellas de cine! Compramos coches porque nos lo recomienda Nadal o relojes porque los lleva Federer, o llevamos la camisa metida por delante y sacada por detrás porque lo dice la blogger de moda. A veces incluso decisiones más serias, como la elección del colegio de nuestros hijos o la carrera que vamos a hacer, se hace por modas. ¿Y qué son las modas sino un vehículo de emociones?

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 También vemos como las creencias que vamos adquiriendo hacen que cambiemos de hábitos: ahora hacemos running, tomamos chía, hemos cambiado el tradicional café y galletas o pan tostado (del pan duro del día anterior) por unos zumos verdes détox y unos cereales… De repente alguien dice que el aceite de oliva es bueno y ¡sube su cotización en bolsa!, hasta que alguien dice que demasiado aceite de oliva…y ¡hala! Lo dejamos radicalmente.

¿Somos ahora más influenciables? ¿Somos más emocionales y menos racionalistas?

La respuesta es sí y no. Por una parte, la sociedad conectada, de las prisas y de la inmediatez hace que a las personas de hoy en día nos falte un poquito de tiempo para pensar y de reflexión sobre los asuntos. 

Por otra parte, la neurociencia nos da razones fisiológicas que explican este modo de actuar.

Las dos estructuras neuronales responsables de crear recuerdos a largo plazo se encuentran en la parte límbica (emocional) del cerebro. Por eso recordamos las cosas mejores y las peores y muchas otras se nos olvidan porque no sucedieron envueltas en una emoción.

Por eso, al conectar en los anuncios, en los discursos políticos, en los debates, un argumento con una emoción o creencia con la que conectamos, se recuerda a mucho más largo plazo. Los responsables de publicidad y marketing, los responsables de campañas políticas también lo saben y por eso apelan a esas emociones o creencias.

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Si este dato de la neurociencia se conoce hace tiempo y se usa en estos campos ¿por qué estamos tardando tanto en usarlo en bien del aprendizaje?

Hace ya tiempo que gurús educativos como Sir Ken Robinson, Sugata Mitra[1] o Francisco Mora[2], explican que para aprender hace falta un ambiente positivo, menos evaluaciones sumativas y más evaluaciones formativas. Entornos de trabajo y estudio agradables. Ambientes de aula donde los estudiantes se sientan seguros, no agredidos o amenazados en su integridad física o psíquica. Espacios de aprendizaje que permitan el movimiento de los estudiantes, que haya espacios libres y que se permita la manipulación de elementos. Horarios de clase más reducidos a la capacidad de atención que se sabe que tenemos. Aprendizajes contextualizados que permita a los alumnos involucrarse e implicarse. Aprendizaje activo.

Todo esto afecta a las emociones en el aprendizaje y por lo tanto afectan a que el aprendizaje no sólo sea más placentero, sino que lo aprendido se retenga más largo plazo.

No estoy defendiendo que el profesor tenga que emocionar al alumno en cada clase. Si digo en cambio, que el profesor debe usar este factor que conocemos del  neuroaprendizaje creando un ambiente de clase positivo para que sus alumnos aprendan más y mejor y además ¡divertidos!

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Para crear un ambiente positivo se puede usar todo lo dicho arriba y otras cosas como: el uso del humor, -hacer un saludo bienvenida amable siempre y una salida de clase en la que se lleven un “bienidos” como decía Begoña García Larrauri[3] en la Fundación Botín hace unas semanas- preguntas mágicas, poderosas e increíbles que hagan al alumno sumergirse en la materia, o como hace Juan Pablo Sanchez del Moral[4], profesor de mates en primaria: flipped classroom, gamificación, cooperativo.

Hace poco leí un libro de C.S.Lewis -muy conocido por sus libros de “Las Crónicas de Narnia”- con un capítulo que titulaba así: “Men without chests”[5]. Este artículo es una crítica acerada a un programa educativo británico de 1900. Explicaba que el ser humano actúa con la cabeza, con el corazón y con “las tripas” asignando así a diversas partes anatómicas, la razón, los sentimientos y la voluntad. Argumentaba que esas tres potencias actuando conjuntamente hacen del hombre un ser libre. Y criticaba duramente el sistema educativo que sólo hacía uso de cabeza y tripas (guts) obviando lo que de humano aportan las emociones. Un hombre que actúa sólo usando la cabeza y voluntad o es racionalista o es voluntarista, pero no es libre.

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Pues resulta que en la práctica educativa actual, de alguna manera estamos también educando “young people without chests”. Personas sin corazón, en un momento social en que los sentimientos están a la orden del día. Así ¿cómo vamos a conectar con nuestros alumnos?

 

Y subrayo, no propongo una educación edulcorada o sensiblera, sino la educación al hombre completo, al ser humano con cabeza, pecho y tripas, que propone C.S. Lewis y que tanto sentido tiene a la luz de lo que nos enseña la neurociencia y la antropología.

¿A qué esperamos para educar personas de modo realmente integral?

Elena Jiménez-Arellano Larrea

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